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Mar 18 Marzo, 2025

En Ipinco Alto algunas familias son discriminadas por las autoridades

Es el caso de los Demuleo, quienes sufrieron las pérdida de tres casas y a quienes solo les quieren construir una. Allí hay personas para las que claman ayuda psicológica pero aún no reciben nada

Neimar Claret Andrade

Verde, ese es el color ausente en todo Ipinco Alto, sector rural de Purén que vivió un verdadero infierno el pasado 3 de febrero y en donde hoy se acumulan historia desgarradoras de familias que vivían allí apaciblemente y que de un momento a otro perdieron todo por lo que habían trabajado durante toda su vida.Una de estas familias es la Demuleo.

En su pequeño terrenito, tres miembros de la familia tenían sus casitas, una al lado de la otra. La matrona, doña Ema, hacía su mote con huesillo, cultivaba sus ajíes y criaba sus chanchitos, los que, el día de la tragedia, a sus casi 80 años y con un asma crónica, trató de salvar, aunque sólo lo logró con cinco de ellos.

Según contó una de las hija de doña Ema que estaba allí el día de la tragedia, ellas empezaron a ver cómo se acercaba el fuego desde arriba, por el cerro y desde abajo.

“Yo escuchaba desde mi casa —relató María Demuleo— como un ruido de helicóptero; yo le decía a mi nieto, que bueno que el helicóptero esté apagando el incendio, pero mi nieto me decía, no abuelita, es el ruido del mismo viento, el fuego venía como en remolino, pero yo lo escuchaba como un helicóptero”.

Desesperada, le pidió a su marido que la llevara a casa de su mamá por donde ella veía que el fuego se estaba acercando, así que tomaron el auto para ir, pero la intensidad y cantidad de las llamas no los dejaron pasar y atestiguaron, con horror, como el vehículo que iba delante de ellos se quemaba, mientras los pasajeros huían, despavoridos, para evitar ser alcanzados por el fuego abrasador.

“La llama estaba arriba en el pino y no sé como fue que nos salvamos porque el auto era bencinero, no sé como nosotros no nos quemamos, pero si el otro autito se quemó, el que venía adelante”.

Mientras tanto, en el terreno de la familia, sus otras hermanas empezaron a mojar sus casas para evitar que el fuego las alcanzara, pero no lo lograron, así que, como pudieron y con lo puesto, huyeron del sitio, dejando atrás su vida, sus posesiones y sus recuerdos.

“Mi mamá —dijo doña María— dicen que estaba soltando sus chanchitos, no quería salir, no quería perder su casa, se quemó un poquito el pecho por el viento. Mi sobrino salvó a mi mamá”.

Y es que el sobrino, quien fue brigadista, sintió que debía buscar a su abuela, de manera que se empapó en agua, se puso su vieja chaqueta de brigadista y se enfrentó al fuego que tenía acorralada a doña Ema, a quien sacó en brazos del lugar y lo hizo con el tiempo tan ajustado, que los vecinos, cuando pasó finalmente el fuego, les llevaban flores creyendo que la abuela no se había salvado.

Se perdió más que lo material

Estas personas están muy afectadas por lo ocurrido. Doña Ema Demuleo quien casi no habla y respira con muchísima dificultad a causa del asma, a veces llora al ver que su casita, sus recuerdos de toda una vida se volvieron humo, cenizas y escombros. “Ella todavía cree que está su casita, su huerta”. Una de las hijas que vivía en la casita de al lado, constantemente dice que no necesita ayuda porque tiene su casa, luego les pregunta a sus familiares, que dónde están las cortinas rojas que compró y comenta que tiene cebollas sembradas detrás del baño, negándose de esta desesperada manera, a aceptar que lo ha perdido todo.

Carolina, una de las mujeres más jóvenes de la familia, asegura que han solicitado a las autoridades ayuda psicológica para su abuela y su tía, pero que a tres semanas de lo ocurrido, no la han recibido.

Doña Ema, quien estuvo en el albergue un tiempo, tiene dónde dormir y cocinar, gracias a uno de sus hermanos que le construyó, en donde otrora se alzaba su hogar, una pequeña vivienda con un espacio común y dos pequeños camarotes, en donde falta de todo.Improvisaron un hoyo negro o letrina, con cuatro láminas de zinc para aliviar sus necesidades corporales, mientras que se bañan en un hilo de agua que pasa por detrás de su terrenito.

Dicen haber recibido alguna ayuda municipal, pero han recogido los escombros de su vida familiar con una carretilla que lograron rescatar de entre las cenizas, mientras unas nuevecitas y sin estrenar se apilan, inutilizadas, en el centro de acopio de Purén. “Don Felipe vino —señaló Carolina— y todavía estamos esperando la camioneta que él dijo que iban a llegar colchones, pañales, ojalá llegue”.

También resienten que pese a que son mapuche no los han aceptado en ninguna comunidad y que aunque perdieron tres casas, pretenden construirles sólo una vivienda de emergencia (mientras a una vecina que se le salvó un galpón que está habitando, le están construyendo dos), al tiempo de que no les han levantando la fiche FIBE a algunos de ellos, como la tía Lucy, porque está en la casita de su mamá. Y mientras tanto, el invierno se acerca.

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